Antes la cada vez más lejana
posibilidad de una gira mundial de ¾ partes de Led Zeppelin (más el hijo del Bonzo Bonham); la visita de Robert Plant a nuestro país (segunda; sin contar la mítica presentación
que tuvo, en el lejano 1994 junto con Jimmy
Page en el Palacio de los Deportes) causó un revuelo tal que
prácticamente abarrotó el Auditorio Nacional y, de haberlo querido, bien pudo
haber llenado otra fecha en el mismo local.
Y es que contra lo que se pudiera
uno imaginar, las rolas del Zeppelín de Plomo,
aun siguen siendo piedras angulares en la educación musical no solo de los que
crecimos con ellas en los 70’s, sino de generaciones más recientes como la de
los pretenciosos indi-hipsters.
Cierto es que mucho del hype de
este revival del rock pesado setentero (sic) está relacionado a que, curiosamente, las nuevas
camadas de roqueritos indies, han
volteado al blues y, más
específicamente, a al estilo pesado y distorsionado de grupos como el Grand Funk, Linyrd Skinyrd, y los citados Zeppelin. Grupos como Black Keys, Kings Of Leon, My Morning
Jacket y hasta el mismo Jack White tienen una deuda muy grande
con LedZep
y principalmente, con ese genio de la guitarra que es Jimmy Page.
Quizás, por esa razón, el público
reunido la fría noche del 12 de noviembre en el Auditorio Nacional del Distrito
Federal era disímbolo en edades, trapos y hasta en la actitud. [No sé porque,
pero curiosamente la gente que asiste a conciertos de rock en el Auditorio
Nacional, generalmente no es la misma que la que asiste a otros locales de
conciertos en el D.F.]
Y es que, por un lado, estaba el target de mercado de los cuarentones/cincuentones clase media-alta que,
desempolvaron las chamarras de cuero, los chalecos de mezclilla decorados con
parches de “los Stons, Sabat, Dip Purpul,
Dors y (por supuesto!) Led Zeppelin”
y que su poder adquisitivo le dio el lujo de pagar las entradas más caras (y
cercanas) al escenario. En orden descendente del tamaño del bolsillo (o del limite de crédito de la TDC) estaban
aquellos que, en su juventud, fueron roquers
y que tuvieron que claudicar a sus sueños de estar arriba de una tarima tocando
Black
Dog cuando el destino se los merendó y se encontraron un día calvos,
casados y con hijos. También había bastantes chavillos; hijos de la bonanza
clasemediera mexicana ataviados con trapos vintage
setenteros e incluso, algunos con afros monumentales que bien podrían haber
pasado como fantasmas setenteros atrapados en la época moderna.